Para los lectores, fue primero un maestro de la narración de la infancia: un universo donde
se liberaban su imaginación poética, su alegría fruncida de Parigot
irónico y tierno. Universo que exploró a los 80 años con la misma
emoción y la misma simpática sencillez en la narración de lo cotidiano.
Era un escritor proteico, uno de esos autodidactas ávidos de explorar
tesoros de la lengua francesa y hacer su contribución en forma
ensayos críticos o diccionarios eruditos. Detrás de la máscara
muñeco y las volutas de humo de su eterna pipa, había uno de los
mejores conocedores de la versificación contemporánea, un excelente poeta
(«Los castillos de millones de años», gran premio de poesía de la Academia
francesa) y el autor de una monumental «Historia de la poesía francesa».
También estaba el amante del humor negro y de los aforismos, contemporáneos feroces
de la comedia humana («Libro de la sinrazón sonriente»). El hombre de
seductoras y siempre sorpresas.
El que fue también presidente de la comisión de ayuda a la creación poética
y teatral del Centro Nacional de Letras convertido en Centro Nacional del Libro
de 1978 a 1982, faltará a las metamorfosis de nuestra vida literaria y al
felicidad de nuestra lengua.