París, 29 de noviembre de 2011
En el momento en que el cine británico parecía existir solo por
la exigencia de su realismo social, Ken Russell lo hizo menos insular
por el vigor de su universo sin fronteras. Director
emblemática de los años 70, la intemperancia de sus obras
marcó su tiempo tanto como los espíritus. Sus excesos le tendrán
mereció una reputación sulfurosa, cuyos excesos eran a menudo
genio felliniano y a veces el provocador frenético.
El niño terrible se había convertido en un maestro del estilo barroco, combinando con
estallido violencia iconoclasta y sexualidad desenfrenada en escenas
cerca de la histeria. Pero detrás de la extravagancia del director
subversivo se escondía un erudito, aficionado y admirador de la cultura
francesa. Si en 1970, «Les diables» con Vanessa Redgrave,
contaba ya la Francia confesora de Richelieu, el realizador
dedicó posteriormente un largometraje al escultor Henri Gaudier-
Brzeska o un documental ilustrado sobre el aduanero Rousseau.
Con su melena blanca y su boca de aventurero se
se apresuraron a Jean-Luc Godard o a George Delerue que le
compondrá varias bandas originales. Respeto y pasión
francesa que el Hexágono le devolvió en varias ocasiones, primando
en el festival de Cannes de 1974 o invitándolo al festival de cine
fantástico de Gérardmer en 1997 como presidente del jurado.
La audacia de este artista caprichoso desató las pasiones y las
censores, pero a la luz de su desaparición paradójicamente pacífica, más
nadie se atrevería a dudar de la importancia de la huella que deja en
el séptimo arte inglés.