No todos los niños prodigios tienen una larga carrera. A los 84 años, Aldo Ciccolini, que había sido uno de ellos, seguía cautivando y fascinando a las audiencias de todo el mundo.
Era un gran Lisztien pero, quizás aún más, un ardiente defensor de una música francesa durante demasiado tiempo desconocida, la de Massenet, de Chabrier, de Déodat de Séverac, no sin brillar también en la interpretación de Ravel o de Debussy.
Originario de Nápoles, se había convertido en francés de corazón hasta desear compartir nuestra ciudadanía.
Este pianista luminoso era también un gran maestro que sabía transmitir admirablemente la altísima idea que se hacía del arte y de su finalidad.